Pues ahora él también puede hablar en primera persona.
Figaro, a quien el sol mallorquín ha deslumbrado siempre y con tanta
generosidad, puede al fin sumarse al coro de los descontentos, o aprender
quizá de los nativos isleños, que se limitan a encogerse de hombros y a
continuar, indolentes, con su agenda diaria. O bien puede hacer un poco de
ambas cosas: comentar con amigos y conocidos su asombro ante el hecho de
que sus persianas
se deshicieran, podridas, en sus manos
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