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El
embarcadero
de
Fígaro... |
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Del encanto de las paredes blancas |
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Durante estos
días, una vez más, la isla se acicala para la nueva estación. Mientras
algunos empiezan a equipar sus hoteles y a dotarlos de mayores lujos para
combatir los temidos efectos de la crisis, los mallorquines, con su flema
tradicional, se sacuden aún el frío del invierno. Por su parte, el
residente que regresa a la isla tras el largo intervalo invernal se huele
ya, seguramente, los estragos de los meses de lluvia... |
Y es que,
aunque no sin esfuerzo logre abrir la puerta de su casa, nada le asegura
que vaya a poder cerrarla de nuevo en los próximos días. Lo más probable
es que su casa decida pasarle factura por su larga ausencia. Dichoso aquel
que tenga el depósito lleno y la leña seca. |
Fígaro conoce
bien este gélido recibimiento… pero también sabe cómo hacer pronto las
paces. En cuanto los radiadores y la chimenea han devuelto el calor a las
paredes, él respira tranquilo. Y tras unos días de atenciones y entrega,
el barómetro del cuarto de estar recupera su sonrisa y se reestablecen los
viejos lazos de amistad. |
Es entonces
cuando Fígaro vuelve a enamorarse, una vez más, de las onduladas paredes
blancas y de sus tranquilizadoras sombras chinescas, que avanzan al ritmo
del día. Para él, pasar la mano por la superficie irregular de sus paredes
es como acariciar la piel avejentada y callosa de una buena persona. |
No hay en
aquella casa una sola pared recta, ni un solo muro que no se pierda en
convexidades y abolladuras, en arcos y arquivoltas. Y a la vista de todos
esos nichos, Fígaro no puede evitar esbozar una sonrisa. Es como si el
albañil se hubiese despistado con algo especialmente agradable mientras
realizaba su trabajo. Ya se lo imaginaba: los ojos brillantes del joven
Paco, siempre con una indolente colilla en la comisura de la boca y un
piropo a punto en los labios, embobado con el balanceo de la falda de
Paquita, mientras extendía la argamasa con su paleta… |
De todas
estas paredes emana el encanto de la meditada improvisación. Un resultado
completamente ajeno a la lisa funcionalidad de la arquitectura moderna,
pero cercano, muy cercano, a la inocente naturalidad del pueblo. Quizá
logremos valorar de nuevo el encanto de una tradición como esta cuando un
nuevo Gaudí del siglo XXI nos abra los ojos y nos prepare para ello.
Mientras tanto, Fígaro espera con ilusión la primavera, y con ella su
pequeño y personal rito de conciliación. |
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