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El
embarcadero
de
Fígaro... |
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Por lo general, los isleños se muestran ante los
extranjeros tan cerrados como sus viviendas. Sin embargo, cuando el
resquicio de alguna puerta mal cerrada les desvela parte de su
interior, ellos suelen quedarse fascinados. Y sus consecuentes
anhelos de cercanía y confianza solo encuentran el antídoto
necesario en la paciencia y la precaución. |
Figaro también tuvo que aprender esta lección. No en vano
había sido vecino de María durante mucho tiempo y jamás había llegado a poner un
solo pie en el umbral de su puerta, pese a sus muchos
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aunque discretos
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intentos. Tanto su esposa como él mismo habían abandonado
ya toda esperanza de conocer algún día aquel hogar, cuando de pronto, el
verano pasado, llegó al fin el momento. Habíamos estado charlando en
nuestro patio, como tantas otras veces, cuando nos invitó a desayunar en
su casa. |
La vivienda se abrió ante ellos por primera vez, y al
mismo tiempo les permitió el acceso a los recuerdos de su dueña, que,
repartidos con cariño y esmero por los muebles y las paredes, habían
encontrado indudablemente su lugar en el mundo: la boda, el nacimiento de
los niños y
las inevitables
defunciones. Parecían mágicos y siempre evocables “¡Ábrete, Sésamo!” de la
vida que María había vivido en aquel lugar. |
Mas aquella mujer que perdió a su hijo demasiado pronto, y
después a su marido, no parecía dispuesta a ceder su espacio a la
melancolía o la tristeza: el orgullo que sentía por sus nietas y la
satisfacción ante el cariño y la cercanía de su hija eran sentimientos
demasiado poderosos como para perderlos en manos de la tribulación. El
calor y la cordialidad con los que María atendió a sus invitados fueron
más que suficientes para mantener a distancia los recuerdos dolorosos.
Preparó alegremente el café con leche, cogió del salón un hermoso juego de
té de porcelana y precedió hasta el comedor a sus nuevos amigos del norte,
con los que, siempre con una sonrisa en los labios, compartió una tertulia
de lo más agradable. |
Fue un desayuno largo y distendido que no quedó en un
hecho aislado. Con el tiempo, la "ensaïmada"
ha pasado a convertirse en una de nuestras tradiciones más preciadas. Y
cada vez que se repite, Figaro tiene la sensación de que al fin, tantos
años después de su primer viaje a la isla, ha sido acogido por ella.
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