
¿Qué será lo
que puede haber atraído la mirada de Fígaro hacia Artà, precisamente? ¿El
azar de una amistad, la añoranza que siente el europeo del norte por el
sol meridional, el vago deseo de un nuevo comienzo? ¿Todo eso o ninguna de
estas cosas? No lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que este pequeño y antiguo pueblecito posee
argumentos en extremo convincentes para despertar a la larga la fugaz
curiosidad del forastero del norte: tanto el encanto del caótico paisaje
que ofrecen los tejados de la villa a los pies de la antigua fortaleza,
como la encantadora vista de las casas y callejuelas de este pintoresco
lugar, que se muestran tras un ocioso paseo, así como sus plazas, en las
que los negocios diarios se unen con lo abarcable del medio rural, y, no
por último menos importante, las gentes, que tratan a uno con amabilidad y
sencillez. Todo ello consigue retener al observador ensimismado sin que
éste se dé casi ni cuenta.


|